Su autor se retiró de lo que en estos
textos llama “el periodismo industrial”, “no arrepentido, pero si harto”, al
cabo de 25 años de servicio. De su experiencia, estos recuerdos; miradas
críticas, impiadosas sobre las prácticas periodísticas.
Por Daniel
Ares (*) / Para mi suerte un viejo mercenario, colega y maestro, y por fin
amigo, pudo alumbrarme aquella historia que yo había protagonizado, y que sin
embargo seguía sin entender hasta que él me la explicó: Está claro: si vos
todos los días vas y le meás la puerta de la casa a un tipo, lo más probable es
que el tipo te mande en cana. Pero si en vez de mearle la puerta, le metés una bomba, lo mejor que puede hacer el tipo, es contratarte.
Exactamente.
Así había sido, eso había sucedido, y allí por fin yo lo entendía.
Urgido -o
más bien hundido- económicamente al cabo de más o menos cinco años de sobrevivir como free lance –tal cual gustaba
llamarme-, rodeado por los acreedores, rendido por lo tanto, hacia fines de
1990 volví a las ligas profesionales del periodismo industrial.
Cinco años
antes me había retirado de la Editorial Atlántida, de la revista Somos, donde
había comenzado, simétricamente, cinco años atrás. Luego me fui, y me llevé
toda la indemnización aunque ya en Atlántida te avisaban que si “la querías
toda”, no podrías volver a la empresa nunca más. Yo me la llevé toda, porque la
quería toda, y porque tampoco pensaba volver allí nunca más. Así que cinco años
después, a la hora de entregarme a una redacción, me taché Atlántida ya de
arranque.
Automáticamente
entonces, mi cabeza giró sus ojos hacia la editorial Perfil, de Jorge
Fontevecchia, cuyo producto Noticias, pasaba por entonces un gran momento, y
donde viejos colegas, que sí habían seguido su carrera jerárquica a bordo de
estos grandes buques mercantes, ya eran allí capitanes y oficiales, así que
bastó pasearme por las dársenas para volver a la estiba.
Y ahí nomás
a poco de empezar, Fontevecchia -que se hacia y crecía a imagen y semejanza de
la familia Vigil y su Editorial Atlántida (a la cual emulaba, odiaba y
vampirizaba, dicho sea de paso)-, apenas enterado de mi pasado en dicha
empresa, me ordenó una nota sobre -contra- Constancio Vigil, uno de los dueños
visibles de Atlántida, y quien algún motivo muy personal, despertaba todas las
envidias de Jorge Fontevecchia.
Recuerdo que
fue una misión sencilla, y lo confieso sin excusas: yo no preví jamás el
alcance de la pólvora que usé. Yo creí que le meaba la puerta, y que nunca más,
esa puerta, Atlántida, se abriría de nuevo para mí. Pero no, aquél sabio amigo
tenía razón: menos de un mes después de volarle la casa a Vigil, Vigil me
contrataba y triplicaba mi paga.
Fue así. La
investigación la compartimos con Gabriel Pandolfo, pero nos bastamos con los
contactos que yo tenía entre los viejos compañeros de Atlántida. Pronto íbamos
a comprobar que con sólo uno de ellos hubiera sido suficiente. Aunque ese
nombre, por supuesto, lo voy a resguardar para siempre. Aquí la llamaremos –un
poco por divertirnos- Mr. Q.
El caso es
que Mr. Q. conocía muy bien a Constancio Vigil porque le había tocado compartir
muchos viajes, y casi convivir con él.
Nos
alegramos de vernos, Mr. Q. y yo habíamos sido muy buenos compañeros, él tampoco
estaba ya en Atlántida, pero sí en juicio con ellos porque le debían su
indemnización, así que no tuvo ningún problema -bajo reserva de su nombre,
claro- en contarme de todo… aunque también aquí, con uno solo de sus datos,
hubiera sido suficiente para la explosión. Un dato apenas que era pura
dinamita. Nitroglicerina, diría más bien, y que, lo confieso, yo no evalué en
todo su poder al detonarla… Hasta que explotó y lo vimos.
¿Te acordás
de Albarracín?, me preguntó de pronto Mr. Q. en medio de un rosario de
anécdotas que delineaban a Constancio Vigil como un hombre impetuoso, de a
ratos grotesco, casi siempre desubicado, y siempre exitoso.
¿Albarracín…
el ascensorista?, repregunté confundido, no entendí a qué venía…
Albarracín
era un ascensorista de Atlántica que había sufrido un accidente de tren
físicamente discapacitado, neurológicamente afectado. Lo recordaba, claro, pero
no entendí qué tenía que ver. Y era la bomba.
Bueno…, me
explicó allí Mr. Q.- el Mercedes Benz de Constancio está a nombre de Albarracín,
porque parece que hay una ley que dice que si el auto lo importás para un
discapacitado, no pagás impuestos…
Apuntamos el
dato, y apenas lo supo Fontevecchia, pidió más. Eso quiero, indaguen bien eso…
Eso acabo
siendo un recuadrito aparte que disparó a su vez un caso interminable.
Nacía el
escándalo de “los Mercedes truchos”.
El recuadro
inspiró a un fiscal que inmediatamente decidió actuar de oficio. Constancio
Vigil fue entonces procesado por contrabando y se eximió de la cárcel por
cuestiones jurídicas que no vienen al caso, Pero yo todavía lo recuerdo
evidentemente compungido, admitiendo su delito, pidiéndoles disculpas a su
familia y a sus socios, por la pantalla de Telefé, su propio canal…
Y la cosa no
paró ahí. La investigación judicial descubrió otros famosos que también habían
comprado su Mercedes trucho vía Cacho Steimberg –dueño entonces de una
concesionaria de autos importados, ex representante de Carlos Monzón-, y
entonces fueron procesados Susana Giménez
y Ricardo Darín; quienes también, por razones complejas pero legales, se
salvaron de la prisión efectiva.
Pero tampoco
ahí terminó la cosa. Cacho Steimberg fue preso por todos, y las investigaciones
siguieron su curso y se profundizaban y ramificaban, para cuando yo ya estaba
de vuelta empleado en Atlántida, bajo las ordenes directas de Constancio Vigil,
quien apenas conocernos me pidió una nota sobre -contra- Jorge Fontevecchia, y
por el triple del salario que el otro me pagaba.
Aquél viejo
mercenario, colega, y por fin amigo, tenía razón: no odies a tu enemigo…
contrátalo.
(*) El autor
es editor de Elmartiyo.blogspot.com
Fuente: Agepeba
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