“Sólo por amor a los desesperados conservamos todavía la esperanza”.
Walter Benjamin
Mi mesa debía tocar el tema de los medios de comunicación y la experiencia de las Madres. Elegí hacerlo desde algo que comúnmente no se suele hacer: haciendo el elogio de la debilidad como punto de giro para invertir radicalmente nuestra mirada de la realidad. Ahí va, entonces, mi intervención en una lluviosa tarde de septiembre.
Me gustaría hacer un elogio de lo que generalmente no se elogia: el elogio de la debilidad. Siempre nos hemos acostumbrado a ver el mundo desde la fortaleza, desde un lugar de superioridad moral, material, económica, cultural o política. Siempre hemos creído que el mundo es de los triunfadores, de aquellos que tienen la fuerza como para arremeter con lo que tienen delante y hemos mirado con un cierto desprecio o una cierta lástima a los débiles, a los frágiles, a los tartamudos, a aquellos que no tienen los recursos que tienen los poderosos, porque nos enseñaron a vivir la vida, incluso a pensar la historia desde una determinada concepción, desde una determinada representación del mundo y de la sociedad: progreso, ascenso, un camino que siempre está ligado a quien gana, a quien logra vencer las dificultades –esta idea de que todos somos algo así como deportistas que luchamos por ser los más fuertes y ganar y vencer a nuestra debilidad–. Y la debilidad, para esta concepción dominante, es eso: un mal, una enfermedad, una patología. También las ciencias sociales en algún momento tomaron como parte de sus recursos teóricos, que eran sin duda políticos, aquella visión darwinista de la lucha por la existencia; importaron de la biología esa categoría y nos convencieron de que al más débil siempre le tocaba la derrota, la humillación y, peor todavía, ser borrado del mapa de las especies. Y con la vida social, y con la vida de los individuos y con la historia, afirmaron nuestros positivistas confiados en el discurso de las razas, los pueblos y las clases superiores, también pasó algo parecido: los débiles quedan fuera de la historia, los débiles no escriben la historia, los débiles no son la historia porque la historia tiene una razón, tiene un sentido, tiene un rumbo y, a veces, hay daños colaterales y dentro de los daños colaterales entran todos los débiles que ya la historia ni siquiera cuenta en su propia existencia ni tienen derecho a ocupar un lugar en el relato del camino “civilizatorio”. Son lo que el viento se llevó, apenas un despojo en la marcha ascendente de una humanidad victoriosa. Digo esto porque cuando me invitaron a esta mesa y se planteó el tema, trataba de pensar, de reflexionar sobre el lugar de las Madres en la sociedad argentina. Cuando trataba de dar cuenta de su historia se me apareció inmediatamente todo lo que tiene que ver con la debilidad, todo lo que tiene que ver con la fragilidad y todo lo que constituye la debilidad como un dispositivo capaz de interpelar como nunca se ha interpelado al poder real.
El título de este congreso que trata de la salud mental y los derechos humanos, que trata de la debilidad y que puede ser leído desde muchas significaciones posibles: la debilidad puede ser un desvío, una patología, mirar con altruismo y conmiseración al débil; o la debilidad puede ser también pensada bajo eso que dice allí, en el lema del congreso, “el otro soy yo”: que en la mirada del débil está la verdad que yo no alcanzo a ver de mí mismo, que en la mirada del débil está la interpelación real de la injusticia, de la desigualdad, de la opresión, del olvido, de la manipulación, de la patologización; que en la mirada del débil está la gramática de una ética que el poder tiende a borrar sistemáticamente, pero que no lo ha logrado pese a su denodado esfuerzo por silenciar las voces y la memoria de los débiles que han sido, a lo largo de la historia, los vencidos.
El autor de la nota en el congreso de salud mental y derechos humanos “El otro soy yo”, junto al periodista Roberto Caballero.
Y vuelvo a las Madres; las Madres en una Argentina miserable, oscura, patológica, brutal, que construyó el más perverso mecanismo sistemático de destrucción de cuerpos y de almas, en ese país de la impunidad, de la complicidad, en esa Argentina donde una mayoría miraba para otro lado y simplemente decía “por algo habrá sido, algo habrán hecho”, las Madres, que eran la debilidad, que eran la fragilidad, que eran ese otro, miraban a los ojos desde su debilidad a la sociedad argentina y le decían que el único lugar ético de nuestro país –que lograba rescatar a esa misma sociedad vapuleada desde adentro por el poder monstruoso de la dictadura–, el único lugar ético, el único lugar de la verdad, el único lugar ejemplar, era el lugar de las Madres. Y esto podríamos trasladarlo, por qué no, a la locura. Hace un rato Roberto Caballero, antes de irse, hizo un elogio que yo reivindico absolutamente, el elogio de la locura. No hay que ir a los griegos, no hay que ir a esos textos maravillosos donde se reivindicaba la manía, la divina locura (en Platón, en Aristóteles o, siglos después, entre los filósofos renacentistas y los poetas románticos), no hay que ir a los grandes artistas que hicieron también el elogio del descentramiento, el elogio de la confusión de las ideas que terminan abriendo mundo porque aquellos que no tienen nada confundido siempre ven el mundo de la misma manera y han construido un mundo injusto, para, hoy, acá, entre nosotros. Volver a descubrir, como en aquella magnífica película –Rey por inconveniencia– que la locura, los locos, guardan un resto de dignidad y de utopía que la mayor parte de la sociedad ha perdido. Porque aquellos que han visto el mundo con todo lo que implica el temblor, trastabillarse, equivocarse y también tartamudear, aquellos que se han extraviado, han encontrado otra manera de ver y de actuar en el mundo.
Y acá me gustaría hacer una relación entre aquel momento, tremendo, de emergencia de las Madres, de esa ética de la mirada del otro y del débil que interpelaba la infamia de un país dictatorial y sostenido por el silencio y la complicidad de muchos, con este momento de la Argentina y de América latina, con esta realidad de lucha por la democratización de la circulación de las palabras, de las imágenes y de las ideas; con este momento histórico donde a contracorriente, a contrapelo y de manera anacrónica en nuestro país y en otros países de la región se va contra una hegemonía mundial que transforma en locura aquello que es descentramiento del poder hegemónico. Porque justamente, América latina está loca, siempre estuvo loca y por eso siempre fue una incomodidad para el poder. Por eso estaba loco, sin dudas, Hugo Chávez, cómo no va a estar loco alguien que sale al mundo recitando lo que recitó y alguien que se atreve a cuestionar al poder en el centro del poder. Cómo no va a estar loco Evo Morales que desde el fondo de la historia de los débiles, de los humillados, de los fragilizados y de los que fueron condenados a ni siquiera tener su propia lengua, asume la responsabilidad de conducir como uno más, dentro de su propio pueblo, la gran redención de los pueblos originarios. Cómo no va a estar loco Rafael Correa que también le da al Ecuador la posibilidad de una Constitución que redefine enteramente las condiciones del “buen vivir”. Cómo no iba a estar loco Néstor Kirchner que llegó a un país incendiado, destruido, arrasado no sólo económicamente, arrasado políticamente, arrasado institucional y culturalmente, arrasado en términos de perspectivas, de sentido. La patria es el otro… ¿quién pronunciaba en la Argentina esa frase?, era una frase absurda, de telenovela rosa de las 5 de la tarde, nadie podía pronunciar esa palabra porque no había patria y porque también habría que decir algo más: no sólo que no había patria porque había sido vaciada sino porque para la mayoría de nosotros la palabra “patria” remitía a una tradición de la que no éramos parte, una tradición de un nacionalismo de cuarta categoría que había humillado sistemáticamente con la violencia militar a las perspectivas emancipatorias en nuestra sociedad. No hablábamos de patria y en cambio hoy hablamos de patria, hablamos del otro y nos pensamos en el interior de un momento histórico que también encuentra sus flujos emancipatorios hacia el resto de América latina.
Y claro que, en ese sentido, hacerse cargo de una Argentina que era también parte de un tiempo de desolación –porque a veces es mucho más fácil hacer la crítica del poder, hacer la crítica de las hegemonías neoliberales–, lo difícil es meterse en toda la trama histórica, social, política que generó profundas derrotas en el interior de proyectos de tradición igualitarista, populares, de izquierda, nacional populares en nuestro continente y en el mundo. Venimos de una época hegemonizada por los triunfadores, por los exitosos de la historia y venimos de una época que también lanzó, o lo quiso hacer, fuera de la historia o sólo como recuerdo para guardar en las vitrinas del museo, a aquellas otras experiencias, aquellas otras ideas, aquellas otras tradiciones que habían soñado un mundo mejor, una sociedad más justa. Porque también tuvimos y tenemos que reparar nuestros propios discursos, nuestras propias ideas, recuperar nuestras experiencias, revisarlas a fondo, tocar el caracú del hueso para descubrir que a veces, de vuelta, en la historia se abren fisuras, resquicios por donde podemos meternos. Pero para meterse por esas fisuras hay que estar loco, hay que enloquecer la historia llevándola a un punto al que ya no se creía que podía llevársela. Hay que hacerse cargo de la fragilidad, pero en otro sentido bien diferente, en el que estábamos como sociedad al salir de ese estallido monumental que fue el 2001. La sensación de mezcla, de conflicto, de opacidad, de contradicciones, algo que no terminaba de salir, de parir; no imaginábamos qué podía ser. Todo estallaba en mil pedazos y la locura era la pura contemplación de la sinrazón. Otra locura emergería sin que nadie la esperase. Una locura que naciendo de la debilidad vendría a reparar el profundo daño de 25 años de sistemática destrucción de la vida social y de los derechos de las mayorías.
Una mirada sobre la política destemplada, distante. ¿Qué era la política para nosotros? El recuerdo de otra época que, como decía un amigo, “sólo me interesó la política cuando podíamos hacer la revolución”. Y después la política contaminada por una democracia que se vaciaba, por una democracia que terminaba siendo funcional al proyecto neoliberal que transformó a nuestro continente en el más desigual del planeta. Y de nuevo tener que volver a pensar todo: pensar la democracia, pensar la política, pensar la necesidad de avanzar hacia una sociedad que fuera más justa sin los absolutos que dominaron gran parte de nuestra travesía en tiempos anteriores. Ahí aparece la idea de la debilidad, porque si nos percibimos como débiles, si sabemos que nosotros somos los débiles, aunque estemos en el gobierno desde hace una década y que siempre el poder sigue siendo el otro, pero no ese otro que me está interpelando en el sentido pleno de una humanidad que se quiere reconocer en términos de igualdad, sino ese otro que viene a quebrar, a romper y si puede a matar esos sueños. En este momento latinoamericano y argentino, el lugar de la debilidad somos nosotros. Pero si somos capaces de repensar la debilidad y transformarla en esa fuerza que justamente en el momento de la peor de las humillaciones, del peor de los dolores, de la peor de la derrotas, vuelve a escribir su propia historia.
Yo siempre recuerdo un texto maravilloso de un sobreviviente de un campo de exterminio –Víctor Frankl–, en la Alemania nazi, que relataba una anécdota extraordinaria: decía que una vez, una tarde, después de venir del trabajo, derrumbados por el cansancio, estando ya en sus camastros miserables, entró un compañero y les pidió que se levantasen y salieran que les quería mostrar algo, estaban todos demudados de cansancio y sin embargo hicieron el esfuerzo de pararse, salieron de la barraca… y lo que quería mostrarles era la puesta del sol. En ese lugar, en ese momento, la humanidad, la debilidad, le ganó una batalla a esa oscura fortaleza del poder asesino. Y también recuerdo a Jorge Semprún, otra víctima de los campos que pudo escribir su propia biografía del dolor, diciendo que el único lugar libre de los campos de la muerte eran las letrinas donde toda la inmundicia se juntaba, en ese lugar no entraban los asesinos y, por eso, cada uno de nosotros nos sentíamos más libres. Yo no tengo la menor duda de que en los campos de la muerte en la Argentina el único lugar libre era el de la dignidad de nuestros compañeros y que las Madres en aquella plaza, desde su debilidad, desde su fragilidad, construyeron una ética que hoy hace posible que discutamos el país y América latina en un sentido de igualdad. Está en todos nosotros estar a la altura de ese desafío.
Fuente: Revista 23
Mabel Maidana, Co coordinadora Comisión Nicolás Casullo
Comisión de Medios Audiovisuales en Carta Abierta.
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