miércoles, 26 de septiembre de 2012

DECLARACIÓN DE APOYO A HUGO CHÁVEZ APROBADA EN LA ASAMBLEA DE CARTA ABIERTA REALIZADA EL SÁBADO 22 DE SEPTIEMBRE



DECLARACIÓN DE CARTA ABIERTA

7 de Octubre:    el triunfo de Hugo Chávez será un triunfo de la causa latinoamericana

El próximo siete de octubre se realizarán elecciones a los principales cargos nacionales en la hermana República Bolivariana de Venezuela. No es una elección intrascendente: en gran medida se juega en ella la posibilidad de continuar con éxito el proceso de integración latinoamericano, en un marco de soberanía nacional y participación popular. Hugo Chávez Frías pone en juego su liderazgo, confiando en que el pueblo con su voto consolide el proceso de transformación social y político mas importante de ese gran país.

Desde el inicio del gobierno encabezado por Hugo Chávez fue claro su compromiso de aportar, con su sello singular, inteligencia y esfuerzo, a un proyecto popular en el que la unidad de los pueblos latinoamericanos figurase en el primer lugar de la agenda.

En su derrotero de reformas profundas, recuperando dignidad y otorgando visibilidad a una gran mayoría de venezolanos sumergidos, nunca cejó en el esfuerzo de aunar las capacidades de las naciones suramericanas para enfrentar a los poderosos del mundo.

Muchos y constantes obstáculos fueron los que debió sortear su gobierno: las agresiones de los grupos conservadores de su país, las presiones imperialistas e intentos de golpes de estado (fracasados por la intervención popular), y la desestabilización permanentemente fogoneada por los medios de comunicación concentrados en una práctica conocida por todos los argentinos.

Cuando, como respuesta rápida y soberana al vergonzoso atropello institucional en Paraguay, se concreta la incorporación de Venezuela al MERCOSUR, la región se convierte en uno de los espacios socioeconómicos de mayor potencialidad en el mundo. Es un momento de trascendencia histórica con el comienzo de un promisorio proceso de paz en la convulsionada Colombia pero que no termina de despejar las amenazas de intervención imperial que merodean la zona: un contundente triunfo en la hermana Nación es imprescindible.

Así con Venezuela incorporada al Mercosur, la poderosa articulación de Brasil, Venezuela y Argentina se constituye en la espina dorsal de un armazón político, que junto a Ecuador, Uruguay, Bolivia y Cuba, es capaz de contener y potenciar la diversidad de experiencias sociales que alumbran el nacimiento de un nuevo mundo que pugna por la inclusión social, el desarrollo económico y la paz.

En cambio si Capriles, el prototipo echado a rodar por la derecha, aderezado con los atributos artificiales fabricados por los grandes medios del establishment y magnificado por los dólares norteamericanos lograra conmover el escenario favorable a los intereses nacionales del pueblo venezolano, una cuña fatídica se instalaría, echando una sombra siniestra desde Honduras a Paraguay, pasando por Venezuela.
Los lazos entre nuestro país y la Venezuela conducida por Chávez se profundizaron principalmente luego del 2003. El protagonismo conjunto del presidente bolivariano y Néstor Kirchner en el entierro del ALCA y la búsqueda de la paz en la región, puesta en acto al desarmar el conflicto entre el Ecuador de Correa y la Colombia presidida por Uribe, son hitos fundantes de una construcción de fraternidad y unidad política que necesitamos que se continúen y fortalezcan para enfrentar las dificultades de un mundo en crisis.

Venezuela es un eslabón protagónico de nuestro presente y la continuidad de su perfil político es garante de soberanía popular. Una claro victoria de Hugo Chávez en Octubre multiplica las posibilidades de crecimiento, desarrollo y estabilidad para las fuerzas populares de la región que iniciaron un camino emancipador y constituye un espaldarazo a las nuevas instituciones integradoras como la UNASUR, la CELAC y el ALBA, manteniendo abierto un camino de esperanza a los luchadores, que desde la oposición a gobiernos conservadores, intentan sumarse a este histórico proceso.

Si Hugo Chávez triunfa, triunfa el pueblo venezolano pero también el proyecto emancipador que se extiende por Latinoamérica. Significará un afianzamiento de su proyección estratégica hacia la conformación de un polo alternativo en un mundo signado por la convulsión y la crisis.

El gobierno argentino en palabras, gestos y acciones de Cristina Fernández de Kirchner, ha dado muestras claras de la decisión de apoyar y defender una alianza estratégica con la república bolivariana y su gobierno, puesto que esa hermandad expresa el más hondo sentimiento del pueblo que la sostiene.

Por todo esto, para Carta Abierta, no nos es indiferente el resultado de esas elecciones; desde el seno del pueblo argentino damos nuestro más caluroso apoyo a la candidatura de Hugo Chávez Frías a la presidencia de la Nación Bolivariana, repudiamos la campaña internacional mediática de agresión y ataque a su figura y acompañamos la movilización popular que la defiende.

Buenos Aires, septiembre de 2012.
 Espacio CARTA ABIERTA, Argentina
(Integrado por miles de trabajadores de la cultura y las artes, profesionales e intelectuales)
Mabel Maidana Co Coordinadora 
Comisión Nicolás Casullo de Medios Audiovisuales en Carta Abierta


viernes, 21 de septiembre de 2012

NICOLÁS CASULLO, ENTRE VIENA Y BUENOS AIRES


Por: Ricardo Forster

A Nicolás Casullo siempre le agradó, si es que vale este término, el lugar del margen, el sitio de frontera, las geografías del fin del mundo desde las cuales indagar mejor el crepúsculo de la modernidad y del proyecto civilizatorio encarnado por un Occidente extraviado de sus propias tradiciones. Recuerdo la fascinación compartida ante un artículo del historiador estadounidense Richard Morse, “Las ciudades periféricas como arenas culturales”, en el que se pasaba revista a San Petersburgo, a Viena, a Río de Janeiro y a Buenos Aires como esos enclaves urbanos colocados en la periferia que, sin embargo, pudieron, a través de ciertas literaturas, ver mejor y más profundamente lo que el centro metropolitano no alcanzaba a ver de sí mismo y de su decadencia (allí estaban algunas páginas memorables de Dostoievski, de Musil, de Machado de Asís y de Estanislao del Campo para seguir las huellas de ciudades espectrales en las que la modernidad había dejado una marca cuya visibilidad ofrecía contornos que no eran observables en las urbes del centro más dispuestas a vivir su esplendor enceguecedor que a transitar por esos bordes del sentido que sólo suelen habitar los sitios del margen, esos que la literatura alcanza a vislumbrar con mayor profundidad que las indagaciones de las ciencias sociales).

A Casullo siempre le fascinaron esos sitios a deshora, esos rincones urbanos que parecían remitir a un tiempo acontecido, esos bares y cafés que atesoraban la memoria de conversaciones antiguas. Su fascinación por la Viena fin de siglo se relaciona directamente con esa mirada crepuscular y decadente que se desplegó, casi como una segunda naturaleza, por la ciudad mítica de ese extraordinario tiempo de una modernidad que se preparaba para entrar en su propia noche. Viena fue la ciudad de las contradicciones y las opacidades, el sitio del esplendor y de la hipocresía, el del refinamiento mayúsculo de la cultura y el de la miserabilidad obrera; la ciudad de Freud, de Klimt, de Mahler y de Schoenberg, pero también la que vio deambular por sus cafés y calles espléndidas a un joven aspirante a pintor frustrado que dejaría su impronta brutal en el siglo que estaba comenzando. O esa otra ciudad trajinada pobremente por exiliados rusos que, reunidos en sus cafés, soñaban con una revolución que, aunque no lo supieran, estaba a la vuelta de la esquina mientras León Trotsky –“La pluma”– escribía sus artículos incendiarios y las prostitutas satisfacían lo que las elegantes mujeres vienesas, respetables e histéricas que tanto hicieron para inspirar al fundador del psicoanálisis, no podían hacer con sus esposos y pretendientes.

De Viena lo fascinó su decadentismo cultural, esa manera tan extraña de caminar al borde del precipicio como si nada pudiera suceder; pero también le impactó su cosmopolitismo que le permitió mezclar desde el conservadurismo más anacrónico de un emperador que vivía sin luz eléctrica, sin teléfono ni ninguna otra tecnología de una modernidad que lo abrumaba y lo aterrorizaba y a la que no podía entender, pasando por las primeras formulaciones del antisemitismo devenido en política de masas con el famoso alcalde Lüger, hasta llegar al austromarxismo y a las más diversas experimentaciones vanguardistas que no dejaron ningún lenguaje del arte por tocar. Viena fue para el ensayista argentino un viaje por la literatura de von Hofmannsthal y de Musil, de Hermann Broch y de Elías Canetti (todos amparados bajo la sombra desbordante de Karl Kraus, personaje de ese tiempo vienés que tanta influencia tendría sobre ciertas interpretaciones casullianas ligadas a los medios de comunicación y a la industria de la cultura, allí donde un discurso irreverente y subversivo lograría anticipar la catástrofe que se avecinaba y que en la indagación de Kraus asumía la forma de la degradación del idioma). Pensando en la significación que podía tener ese largo viaje hacia una geografía temporal y espacial tan aparentemente alejada de nuestras problemáticas de sociedades tercermundistas en medio de una crisis cuyo final no se avizoraba en el inicio de los años ’90, Casullo se ocupó y se preocupó por señalar los vasos comunicantes y las potencialidades iluminadoras de la que era portadora esa época crepuscular de principios de siglo XX: “Como si aquel tiempo centroeuropeo entre dos siglos –escribió en La remoción de lo moderno. Viena del 900– pudiese emblematizar la crónica de los sub-pueblos de la cultura moderna, aquellos pueblos que desde sus regiones de lejanía, le regresaron a la modernidad un espejo crítico inusual y anticipado […]. Como si la frontera, ese ser ‘al sur de una punta’ como comienza Sarmiento su primer capítulo del Facundo, sería en lo moderno, algo similar a lo que expresa Magris para Viena-Mitteleuropa: ‘ese arte de vivir en el borde de la nada como si todo estuviese en su sitio’”. Nicolás fue a buscar a la ciudad-marca del Imperio no sólo las evidencias de una modernidad en crisis sino que, como si fuese un espejo, indagó, a través de ese viaje, la actualidad argentina que, en su mirada crítica y conocedora de las “ruinas de la historia”, se acercaba fatídicamente a esa escenografía “de los últimos días de la humanidad”.

Nicolás Casullo piensa “Viena” como un laboratorio que anticipó en gran parte el devenir posterior de una modernidad burguesa que era incapaz de eludir su propia crisis, del mismo modo que en ese “estallido del sentido” era posible vislumbrar a un sujeto atravesado por la ilusoriedad y “un preanuncio de corte posmoderno de lejanía y descentramiento”. En el cierre de la década del ’80, y cuando la hiperinflación hacía estallar los últimos entusiasmos democráticos abiertos por el gobierno de Alfonsín, Casullo viajaba en el tiempo para intentar comprender un presente en estado de zozobra, una época que se movía entre el derrumbe de la Unión Soviética que terminaba por demoler las ilusiones de ese otro gran relato de la modernidad que fue el socialismo, y el anuncio del fin de la historia y de la muerte de las ideologías. Tiempo de una posmodernidad triunfante y agresiva que se mezclaba con filosofías de la deconstrucción del sujeto y de la radical puesta en cuestión de los últimos principios actuantes de un proyecto, que si bien Jürgen Habermas declaraba “inconcluso”, parecía estar recorriendo su último camino hacia la disolución mientras, en paralelo, la economía-mundo de un capitalismo dominado por su matriz financiera se desplegaba sin contrincantes y rompiendo los últimos diques de contención que hasta ese momento le planteaban los “socialismos reales” (definitivamente agusanados por sus propias falencias y horrores) y una socialdemocracia que también iniciaría su tiempo de ocaso y de repliegue hasta convertirse, incluso, en funcional a la cristalización del modelo neoliberal. En todo caso, Casullo encontró en Viena el anticipo de “un mundo de ruinas” que se proyectaba, bajo la forma de la anticipación, al cierre de una época iniciada con la ilustración y que estallaría a partir de la Primera Guerra Mundial. Viena fue también el jeroglífico que le permitió desentrañar de qué modo en esa ciudad mítica la revolución no fue otra cosa que una conversación erudita, un juego de innovación estética o la pura evidencia de su imposibilidad en el mismo momento histórico en el que asumía todo su esplender incendiando las estepas rusas y proyectando hacia Occidente el sueño realizado de las insurrecciones obreras. Mientras eso sucedía en San Petersburgo y en Moscú, en Odessa y en Bakú, mientras Lenin, con su Marx releído con los prismas de un Hegel recién descubierto, no sólo teorizaba sino que lideraba la revolución bolchevique, la de los obreros, soldados y campesinos, y John Reed viajero y cronista de la revolución escribía Diez días que conmovieron al mundo, en Viena lo importante podía discutirse cómodamente sentados a la mesa de algún café de la Ringstrasse. Mucho tiempo después, en otra encrucijada de la historia moderna, recurriría a Viena para pensar una Buenos Aires espectral que emergía, alocada y desorbitada, de la noche de la dictadura, de la desilusión democrática y del aquelarre hiperinflacionario.


“¿Hasta dónde estas distancias vienesas y mitteleuropeas, latiendo hacia afuera y hacia adentro de su finisecular y definitiva constitución moderna –se preguntaba Casullo–, no se aproximan a nosotros? ¿O es sólo la fragilidad de una escritura en otra víspera de época, la que puede trazar citas de ciudades lejanas al epicentro moderno parisino, londinense, y descifrar en ciertas crónicas urbano culturales de los costados, de las afueras, de las distancias, una postergada y a lo mejor inútil similitud de duelos en la historia?”. A él le fascinaban las similitudes entre ese caminar por el borde del precipicio que experimentaba en la Buenos aires de la hiperinflación y la que reconocía en la ciudad de los Habsburgos y en esas escrituras capaces de contemplar los bordes del abismo intentando, sin embargo, encontrar palabras que pudieran decir un mundo en estado de zozobra. No fue casual que citara a Emile Cioran en el comienzo de su ensayo sobre la Viena fin de siglo y como una suerte de programa de su propia biografía y búsqueda intelectual: “Ese es el drama –escribe el filósofo rumano– pero también la ventaja de haber nacido en un medio cultural de segundo orden. Esa sed de peregrinar a través de las literaturas y de las filosofías. Lo que sucede en el Este de Europa debe necesariamente suceder en los países de América latina. Estar destinados, forzados a la universalidad, a ejercitar el espíritu en todas direcciones. Un yo del que todo emana y en el que todo acaba. El yo como farsa suprema. ¿Dónde se halla la realidad en todo esto?”. Viena y Buenos Aires como brújulas de una modernidad desorientada, como señales del fin de una época y como mojones de una crisis capaz de iluminar con mayor intensidad el agotamiento de un proyecto civilizatorio.
En el final de los años ’80 y al inicio de la emblemática década del ’90, Casullo no podía, todavía, imaginar el desenlace aunque sí anticipar que la corrosión del neoliberalismo en Sudamérica haría más indispensable seguir por la huella de esos pensamientos del margen; lo que sabía era que para avanzar con las armas de la crítica era decisivo descolonizar la conciencia alejándola de las irradiaciones de un centro que en su potencia hegemónica se devoraba sin miramientos la independencia reflexiva y transformaba a los intelectuales periféricos en meros repetidores de lo que se cocinaba en las academias del norte. Por eso le fascinaba esa encrucijada mitteleuropea en la que algunos espíritus fuertes y arriesgados decidieron ir hasta el fondo de las cosas para descubrir, al mirar del otro lado del umbral, que todo tambaleaba. Al autor de Las cuestiones le interesaba “trabajar los pretéritos para pensar los matices que tendrá el epílogo de un gran período histórico, (este que vivimos)”, por eso el viaje hacia Viena y el intento de jugar en espejo con Buenos Aires, ciudades, ambas, “que en un preciso período engarzaron desconciertos parecidos sin advertir la semejanza”. Peregrinación desde la desolación de un presente que espectralmente lo remite hacia ese pasado en el que la modernidad se enfrentó a su propia obsolescencia. Bordes, ambos, de una época que se despide de su refulgente novedad bajo la forma de los lenguajes de la interrogación y del silencio.
Por eso nunca dejaba de mencionar que Buenos Aires, “su” ciudad, guardaba, gracias a las crisis recurrentes, algo de un pasado que la piqueta modernizadora no había terminado por disolver y que, siguiendo otras pistas y otras historias, le permitían comprender la dialéctica entre esplendor y decadencia. Su fidelidad por el barrio de la infancia y la adolescencia, por ese Almagro de milongas y de tanos verduleros, se entrelazó, qué duda cabe, con esas otras fidelidades a saberes, ideas, lecturas y tradiciones que nunca lo abandonaron aunque en cada momento de su vida pudieron asumir distintas características o, algunas, permanecer a un costado a la espera de su oportunidad.
Buenos Aires siempre fue para él la ciudad de las mezclas y de los intercambios, el sitio de las confluencias y de las tradiciones múltiples; lugar mítico en el que el centro se vuelve periferia y la periferia se vuelve centro enlazando lenguas que viniendo de los distintos confines terminan por ir dándole su fisonomía a la lengua de los argentinos. Una ciudad de aperturas pero también de estrecheces y prejuicios que siempre parecía avergonzada por extraviar su origen europeo en medio del avance irreversible de la barbarie. Para Nicolás la ciudad de los márgenes remitía a la oportunidad de ver lo que el centro hegemónico no alcanza a ver de sí mismo, como si todavía persistiesen esos anacronismos que, de algún modo, interrumpen la fatalidad de la modernización y que alcanzan para auscultar el rostro de la herrumbre en medio de los esplendores de las ciudades del capitalismo triunfante. De ahí la atracción de ese artículo de Richard Morse y la empatía con la que leyó las reflexiones que hiciera Emile Cioran al morir Jorge Luis Borges: para el filósofo rumano la coincidencia que se daba entre el escritor argentino y él era, precisamente, que los dos venían de extramuros, de rincones apartados del centro del mundo y que, justamente por eso, estaban obligados al cosmopolitismo, a la indagación que transgrede las fronteras y el provincianismo que Cioran les achacaba a los parisinos que, eso escribió, son incapaces de ver más allá de sus narices. Nicolás jugaba con esta imagen de una Buenos Aires babélica aunque también, y sobre todo al enfrentarse a la degradación cultural y social de las últimas décadas del siglo XX, no podía dejar de señalar su profundo deterioro, su extravío hacia el páramo de la pasteurización de época que le iba rapiñando sus enigmas y sus especificidades de ciudad moderna que supo cobijar en su seno historias míticas enhebradas con multitudes desafiantes del poder establecido y empecinadas en dejar su marca en la vida argentina. Pero también la ciudad del dolor y la violencia, la de los grandes sueños transformados en pesadillas por un poder criminal que alteró para siempre su fisonomía de ciudad burguesa para ofrecer, en muchos de sus rincones, la huella de lo siniestro. A lo largo de su vida insistió en caminar y vivir Buenos Aires como si, de algún modo, siguiera siendo la de sus grandes escritores y la de esos acontecimientos vueltos míticos que le otorgaban una rara atmósfera de anacronismo en medio de una época absolutamente homogeneizadora de experiencias, estilos, lenguajes y tradiciones.
Pero también hay otra lectura en la que se juzga muy duramente la ciudad del olvido, la que va dejando brutalmente atrás la memoria de un pasado que se quiere tabicar bajo los signos de la especulación inmobiliaria o las elegías de un progreso que siempre tenía el rostro girado hacia el futuro y como negadora de sus noches de sangre y fuego que van desde los pogroms de la Semana Trágica hasta las cacerías nocturnas de los años de la dictadura de Videla. “La propia ciudad de Buenos Aires –escribe en Pensar entre épocas– es la monografía insuperable de cómo jamás supimos vivir sintiendo que habría cosas que guardar, no demoler, pero sin referirlo. Hay algo que no debe ser violentado aunque no tenga decreto protector, ese algo a reencontrar se da en el supuesto silencio arquitectónico de una calle que no está ahí para la memoria, y sin embargo es eso: el imprescindible ser hacia atrás para poder mínimamente concebirnos. Seguimos siendo la tierra urbana arrasada y sin historia de la especulación inmobiliaria del 900, que mudó de barrio, de nombres de calles y de amores y aniquiló todo resto colonial. Nuestra historia de ojos siempre empieza en el último diseño de pizzería o en ocho restaurantes caros que fundan ‘un barrio’. Se dice y se repite que la dictadura del 1976 cortó una historia intensa con nuestro pasado, mal o bien entrelazada. Nosotros, los de mi generación, seríamos aquella juventud que pudo asistir o intervenir en la última disputa por la historia: creer que en la memoria falaz o cierta de las cosas ocurridas hacía mucho anidaba el secreto como resolución nacional postergada”. En todo caso, Nicolás Casullo no dejó de perseguir, tanto en sus recuerdos como a través de su escritura, las huellas, las marcas y los restos de una ciudad en la ciudad, de una Buenos Aires espectral que guardaba, pese a todo, la memoria que, eso no dejaba de señalarlo enfáticamente, es siempre de un pasado construido bajo los prismas y las urgencias del presente.
Fuente: diario Tiempo Argentino

domingo, 16 de septiembre de 2012

LA PLATA, HOMENAJE A JUAN DOMINGO "BOCHA" PLAZA


Desapareció el 16-9-1976 a mediodía en La Plata. Lo secuestraron en un bar  en la esquina de 7 y 34. Lo vieron en el Batallón de Infantería en la calle 1 y 60. Nunca se supo nada más de él.

El 18 de setiembre se colocará una baldosa frente a la casa donde vivió con su familia y sus hermanos.


Mabel Maidana, Co Coordinadora Comisión Nicolás Casullo
de Medios Audiovisuales en Carta Abierta.

lunes, 3 de septiembre de 2012

MEMORIAS DE UN MERCENARIO (folletín verídico): UNA INJUSTICIA PORNOGRÁFICA



Les decía que nunca agradezcan nada. Para la revista Noticias yo había logrado una muy buena nota sobre –contra- Eduardo Eurnekian, a partir del muy buen material que silenciosamente me había enviado Julio Ramos. No le debía nada. Nuestros intereses se alinearon: yo tenía que escribir contra Eurnekian, y él quería destruirlo.

Por Daniel Ares (*) / No le debía nada, pero igual me lo cobró. Y enseguida, antes de un año. Eran los inicios de los años ‘90 cuando los dueños de los medios se echaban sobre las privatizaciones del COMFER, como gatos al camarón. El COMFER, entonces, lo dirigía Guinzburg, León Giunzburg. Ramos lo odiaba a él también.

Yo ya no estaba en Noticias, ya trabajaba de vuelta para la Editorial Atlántida (ver No odies a tu enemigo, contrátalo), en una revista recién nacida, casi abortada, hecha de apuro tan luego para dicho juego de gatos y camarones. La revista se llamaba Tele Clic, pero de ella les hablaré en otro momento, porque así, pequeña y nueva, de género menor, fue sin embargo una de las mejores y más ilustrativas historias de mi carrera.

El caso es que llevado por la temática de las licencias y sus privatizaciones, allí una tarde me encuentro frente a Julio Ramos en su despacho de director y dueño del diario Ámbito Financiero, grabador en mesa, todo listo para la entrevista con aquél tiburón lleno de dientes, y de ferocidades…

No recuerdo nada de la entrevista, a no ser que en un momento, Ramos gritó:
- ¡Lo que pasa es que Guinzburg es un coimero!…
El cazador de escándalos sabe reconocer una buena presa apenas la oye. Le señalé el grabador, le recordé que grababa.
Ramos lo miró, se le acercó bien, y en voz aún más alta, dijo:
- ¡El señor León Guinzburg, director del Comfer, es un coimero!
Y luego se acomodó de nuevo en su sillón y me miró como quien sopla sus dos pistolas recién disparadas.
Contento con mi injuria en exclusiva, publicamos la entrevista inmediatamente, y aquella frase fue en un destacado cuerpo 38.
La pólvora no estaba mojada, y explotó tal cual lo esperábamos. La nota armó su revuelo, y tanto, que poco tardó León Guinzburg en procesar a Julio Ramos por injurias y calumnias. Los grandes medios recogieron la noticia. Tele Clic crecía.
Pero yo me vi en problemas.
La denuncia de Guinzburg contra Ramos entró en el juzgado de la jueza María Servini de Cubría, y allí inmediatamente, apenas citado, Ramos se desdijo de todo alegando que eran todos inventos míos.
Me reí, yo había guardado, como corresponde, aquel cassette con los gritos de Ramos. Ja já. Me reí, sí.
Pero allí vino el doctor Pablo Argibay Molina, abogado entonces de la Editorial Atlántida, a explicarme que no, que yo no debía reírme. Que todavía faltaba mucho para los Kirchner, y que aun la ley protegía a los editores de lo que firmaban sus periodistas, porque las vaquitas eran ajenas y bla blá, y que de nada servía ese cassette de mierda, porque además existía aún una figura legal llamada “vehículo de injuria”, por la cual yo, al reproducir aquellos dichos de Ramos, era ya tan culpable como Ramos, y ahora que Ramos se había desdicho, yo era el único culpable de todo. 

Nunca agradezcan nada.

De ese enredo no me sacó ni Argibay Molina, ni Ramos, ni mi nuevo abogado, que el día de la audiencia llegó dos horas tarde… De ese enredo me sacó, en tal caso, la amable doctora Servini de Cubría, a quien sí, ya que está, le agradezco. Nunca agradezcan nada, pero hacéte amigo del juez.

Habían pasado ya dos o tres años de todo aquello, yo no estaba más en Atlántida, y por supuesto Argibay Molina –Atlántida, bah- había abandonado mi defensa sin siquiera avisarme. Mercenario que para, mercenario que cierra…

En fin, el caso es que allí estaba yo ahora, en el banquillo y sin abogado, solito con mi viejo casette, frente a León Guinzburg -hecho un auténtico león junto a su adusto equipo de leguleyos-, y la doctora Servini de Cubría, que me miraba así … preguntándose como yo quién iba a defenderme…
Mi abogado por fin llegó, pero para entonces ya todo había terminado.
Hartos de esperarlo, expuse yo mismo los hechos, asistido por la más pura verdad, y para ilustrarlos mejor, les hice oír el casette. Claramente era Julio Ramos el que allí decía lo que después dijo que no había dicho. Claramente, sí, pero… marche preso igual: el casette no servía como prueba, y yo seguía en problemas.
Entonces la doctora Servini de Cubría, con el acuerdo de Guinzburg y de sus abogados -y sin que yo proponga nada-, aceptaron que yo aceptara la versión de Ramos, y me retractara allí mismo por haber inventado tales calumnias ¡y haberlas puesto encima en boca de otro!…
Se trataba de una injusticia de ribetes pornográficos, más bien, pero la alternativa era el calvario de una causa contra Ramos -mientras me defendía de Guinzburg-, y que antes de acabar, acabaría conmigo.
Sin abogado aún, allí todavía, con la Servini ahí, que maternal y misericordiosa me aconsejaba mentir para salvarme; y don León al lado -vuelto de pronto un buen león herbívoro -, y yo joven todavía, sí, pero cada vez menos (esto es: ya con más problemas que expectativas), bueno… para cuando entró mi abogado disculpándose por el tránsito, yo ya me había retractado de lo que nunca había dicho, y ya hablábamos todos de otra cosa. La doctora Servini ordenó una vuelta de café. La pasamos bonito.
Al día siguiente apenas, el diario Ámbito Financiero destacaba en un recuadro la integridad del señor Julio Ramos, cuya inocencia había sido demostrada en la causa por injurias contra León Guinzburg, a partir de la confesión de parte del propio Daniel Ares, autor de la nota…

Para entonces yo trabajaba en el diario La Prensa. Lo llamé a Ramos, desde la redacción, inmediatamente, apenas leo aquél recuadro.

Como era de esperar, Ramos no pudo atenderme, hablé con Roberto García, su mano derecha de toda la vida, un gran mercenario, un par, le recordé la verdad de los hechos, le pregunté si no era por lo menos para ahorrarse aquél recuadrito que todos sabíamos tan indigno.

Pero la verdad no recuerdo qué me dijo Roberto, si es que algo me dijo… Apenas me oí decir lo que le decía, sentí que hablaba solo, que le preguntaba a la lluvia por qué el agua mojaba…
Nunca agradezcan nada, no.
Al juez tampoco. Ni el café.
(*) El autor es editor de Elmartiyo.blogspot.com

Mabel Maidana, Co Coordinadora Comisión Nicolás Casullo
de Medios Audiovisuales en Carta Abierta