Esas cinco líneas encierran una infinidad de pequeñas historias militantes, historias cotidianas plenas de sueños, ganas, audacia y mucha convicción. Es la historia reciente de nuestra generación, ya no importa la ideología ni la organización política a la que se perteneciera, sólo importa que sin tener conciencia plena de ello compartíamos un mundo de ideas, que queríamos llegar al mismo lugar, seguramente de diferentes maneras, desde diferentes pensamientos y desde diferentes organizaciones. Luego perdimos 30000 compañeros y compañeras asesinados.
Hoy estamos aquí, viviendo estos días que Néstor Kirchner comenzó a hilar en 2003. Pero ahora somos concientes de que no hay barreras que nos separen, que vamos por el mismo camino porque aprendimos y porque tenemos los mismos objetivos. Estamos juntos empujando para el mismo lado, el de siempre: soberanía política, independencia económica y justicia social. Otros definirán con otras palabras, pero el fin es el mismo.
Por eso quiero contar una historia personal de alguien, un militante que se llama Francisco pero que en aquella época su nombre era Enzo, con quien seguramente en los 70' no hubiera compartido más que algunas mesas de café para discutir mucho y acordar poco o nada. Es una historia que este compañero me hizo conocer, que transcurre en una ciudad cercana a otra que es un símbolo de los inicios del genocidos: Trelew. La historia de Francisco/Enzo fue recuperada y publicada en el libro "Los laberintos de la memoria" de José Ernesto Schulman. Es parte de la tarea de escribir nuestra propia historia, hecha de lo que quedó en la memoria, esos retazos que resisten el olvido y que debemos registrar para no perderlos. No hay otra manera de escribir la Historia.
Vos sabes cuántos grados hace en invierno en la Patagonia? Pues imagínate que yo estuve seis noches en una celda sin techo, en el invierno del 77, nada menos que en Puerto Madrin, cuando todavía no era el producto turístico para los que tienen dólares o euros que multiplican por cuatro o por cinco y se compran todo como si fueran aquellos hacendados que arrasaban con todo al principio del siglo.
Entonces Puerto Madrin era como una extensión de Rawson y de Trelew, o sea de la Base y de la Cárcel. Porque vos sabes de la fuga, no?, pero seguro que no sabes de Angelito Bell. El tipo se acomodó en el asiento del bar del tren que unía Rosario con Buenos Aires, se tomó otro sorbo de la ginebra que había pedido, sin hielo y que sea de la importada y etiqueta negra le había dicho al mozo ferroviario que le dijo que si y trajo una bols cualunque, y me dijo porque vos sabes que yo lo conocí a Angelito Bell? Si había tren a Buenos Aires, la charla debió ser antes que Menem liquidara todo o sea por los finales de los 80, cuando yo vivía en Rosario cerca del Parque Independencia y viajaba seguido a Buenos Aires por la militancia; me gustaba el tren porque podías hacer lo que estaba haciendo, sentarme en el bar, mirar por la ventanilla y repasar los papeles, pero esta vez no porque el tipo se sentó y empezó a charlar hasta que descubrimos que los dos éramos de la Fede, digo de la Fede los setenta, aunque por la ilegalidad y que él había vivido en Buenos Aires y yo en Santa Fe, no nos conocíamos aunque si teníamos un montón de compañeros conocidos por los dos y aunque yo no lo había conocido a Bell sí sabía quién era por una investigación que había hecho sobre los comunistas y la fuga de Trelew[1].
Me convencí de que nada impediría que me cuente la historia así que acomodé los papeles en la carpeta que tenía sobre la mochila y yo también pedí una ginebra, pero con hielo le dije al compañero gastronómico que, por supuesto, me trajo lo que se le cantó, esta vez sí que una importada y sin hielo.
Enzo llegó a Puerto Madrin a finales del 74. Había estudiado derecho en Buenos Aires y allí se había incorporado a la Fede, pero no era de abogado que iba a trabajar al sur, sino de tendero, junto a su compañera con la que habían decidido casarse para el viaje. En esa época, la Patagonia seguía siendo casi un desierto, como lo habían dejado los estancieros genocidas de los pueblos originarios todavía antes que exterminarán a los anarquistas, comunistas y socialistas inmigrantes que los desafiaron con la gran huelga de Santa Cruz que el Ejercito, con el apoyo de Irigoyen (oh! los mitos argentinos: los radicales no serán muy progresistas en economía pero respetan los derechos humanos, nos decían en los 70). Puso una tienda en el centro de Puerto Madrin y comenzó a relacionarse con todo el mundo, o al menos con los que se movían por allí.
Sin sorpresa, porque conocía bastante como funcionaba el pecé, a los pocos días cayó por su negocio un sencillo maestro de Trelew que le planteó retomar la militancia, lo enganchó con los pocos comunistas que había en el pueblo y le dio como tarea “atender” políticamente, pero de un modo totalmente clandestino, al dueño de uno de los pocos hoteles y a un brigadier retirado del que se hizo amigo pronto. A pesar de estar a setenta kilómetros de distancia, Trelew era el punto de contacto para él que por entonces no había internet, ni celulares, que solo había un teléfono cerca de su negocio, y era público así que hablar ahí era como publicar un aviso en el diario del pueblo, igual se comunicaba con los compañeros de Trelew y coordinaban las acciones.
El iba a Trelew a volantear las empresas y Angelito y los otros venían a Puerto Madrin a hacer lo mismo. De Ángel se hizo amigo porque también él se dedicaba a las telas y todo eso, un tipo especial, también había llegado del norte (para los de la Patagonia, todos los que venían del otro lado del Río Colorado, venían del “norte”) y se había convertido en el animador principal del partido en toda la región.
A Francisco lo agarraron cerca de la Facultad de Derecho y casi le parten la cabeza con un bastón, decí que la Fede tenía todo bastante organizado que lo sacaron, lo metieron en un auto y lo cosió un medico de verdad aunque en el altillo de una chica de sociales que lo cuidó después, casi que lo enamora. Bueno, eso no pongas me dice Enzo que ya sabe que yo estoy escribiendo mis laberintos de la memoria y que piensa que a lo mejor conviene resguardar algunos aspectos de la historia por lo del mito militante de los setenta, aunque no le creo, aunque él se empecina ahora en contarme la relación del radical Amaya con el comunista Bell y cómo ambos, cosa inimaginable ahora –creo-, se hicieron amigos del comandante Roby Santucho cuando estaba en la cárcel y lo ayudaban de todas las maneras posibles, incluso algunas de las que todavía no se puede hablar pero algún día….
Yo le hablé de la Cuarta, de Alicia y del increíble cúmulo de casualidades que me habían llevado de aquella noche del 77 a esa mesa de nostalgia en un tren que iba ya pasando por San Nicolás, que todavía no había ni Virgen ni un carajo sólo Somisa y la lucha de los metalúrgicos para que no la privaticen.
Y por qué me habrán llevado a mi?, dijo Enzo, ¿quién sabe? le dije, ¿quién sabe por qué te salvaste, quien sabe por qué lo chuparon a Ángel?, esa es la impunidad, no saber lo que pasó aún para los que la pasaron, le dije. Era por junio o julio del 77 yo tenía una tienda en el centro de Puerto Madrin, justo enfrente de una fábrica de chocolates regionales, y al lado de otras dos tiendas, todos éramos amigos, nos ayudábamos y compartíamos el tiempo muerto que había entre cliente y cliente que eso no era la calle Florida, ni mucho menos.
Aunque yo había llegado a la Patagonia en la primavera camporista, cortita, demasiado cortita para el hambre de libertad que teníamos entonces, en uno de esos breves periodos de casi legalidad del partido, casi no me había dado a conocer y había cumplido rigurosamente las normas de la clandestinidad. Visitaba dos personas que eran muy importantes para el partido de la zona: uno era un comerciante que aportaba bastante para las finanzas que entonces cada regional se mantenía por su cuenta y el otro un militar retirado.
Al comerciante, que era dueño de un hotel importante, lo visitaba muy de vez en cuando y siempre con una buena leyenda: reservar habitación para algún viajante de comercio o algún amigo que llegaba a Puerto Madrin, la prensa se la dejaba en un sobre marrón, de esos grandes, viste?, y nunca tuvimos problemas. Y si hablábamos, lo hacíamos en el bar del Hotel, a la vista de todos que es el mejor modo de ocultarse, no? Y con el brigadier retirado era aún más cuidadoso, una vez cada quince días, siempre el mismo día y a la misma hora, entraba por la puerta de servicios de su casa, por el fondo que daba a una callejuela desierta, y nos veíamos en un cuarto de trabajo que el hombre tenía, como un tallercito de carpintero que era su hobby, y ahí charlábamos; siempre con mucho cuidado porque esa era la directiva que tenía: tratar de convencerlo que el camino de la dictadura no solo era criminal sino suicida para las Fuerzas Armadas, que se subordinaban cada vez más a los yanquis y que se hundirían en una crisis que ni imaginaban, y que nos dé información sobre la base que después del 22 de agosto era más impenetrable que nunca para la izquierda y nosotros necesitábamos saber qué pasaba allí. Y sobre las acciones de propaganda, después que lo chuparon a Angelito, en noviembre del 76 se habían ido espaciando hasta que casi no se hacían, así que no se…
Bueno, dijo, mientras agarraba el vaso mío porque la ginebra de él se había terminado y además, me dijo como si yo hubiera dicho algo, la tuya es mejor, había habido antes un episodio, por abril se habían llevado a un albañil que estaba haciendo un arreglo en el negocio de al lado, y no se sabía nada de él. Pero nunca me dijeron por qué. Digo, nunca me dijeron porque me chuparon aquella noche de viernes en Puerto Madrin. Era un viernes a la noche, o un jueves no me acuerdo bien, y nos habíamos ido al boliche con Eduardo, que era el dueño de la fábrica de chocolates que estaba enfrente del boliche mío, y nos pasamos un rato largo jugando al ajedrez, y tomando ginebra. O tomando ginebra y jugando al ajedrez que en esa zona hacía un frio como para tomar, y Enzo paró y le dijo al mozo que trajera dos pero de las que me había traído a mí, o sea sin hielo, le dijo como si fuera un chiste pero no creo que el tipo lo entendiera. Cuando terminamos el ajedrez y la ginebra hicimos lo de siempre: subimos a mi auto, y yo lo llevaba a Eduardo a su casa que estaba en la esquina de Roque Sáenz Peña al 100 pero al 300, o sea dos cuadras antes de llegar, Eduardo vio el auto de un amigo que estaba estacionado y dijo que necesitaba hablar con él así que se bajó y yo me quedé esperándolo. Me bajé para ver si venía y ahí fue cuando una banda de locos con pelucas, gorritos, cuarentaycinco en mano y todos gritando que me van a matar si me muevo cayeron encima mío, me cagaron a palos y me subieron a mi auto. Me tiraron en el asiento de atrás y me iban dando piñas cuando el más joven dijo a la Base pero el más viejo, no a este boludo no, primero llevémoslo a la seccional a ver… y me pegaron una piña que ya no me acuerdo más.
Lo que si me acuerdo era de la celda, porque no era de las que estaban en la parte del frente de la comisaría, que era la única del pueblo y por eso estaba en el centro y todos alguna vez habíamos hecho un trámite, sino en la parte de atrás, como en una zona lejos de las miradas y con una particularidad muy importante: la celda solo tres paredes: al frente y arriba tenía rejas. Y entonces Enzo me miró y me preguntó: vos entendés lo que te digo?, que no tenía techo, la comisaría, en invierno, en la Patagonia, o sea que de noche, que se yo, 8 o 10 grados bajo cero y sin nada. Viste. Porque en las películas los tipos cuando te largan dicen con todo y el preso agarra el mono y en la frazada pone la ropa y los paquetitos de galletitas y que se yo, todo lo que tenga, pero cuando te agarran en la calle vos andas sin nada, de pedo una campera y así tirado en el suelo por una semana, tiritando toda la noche que solo si a la mañana había sol aflojaba un poco. Y ahí fue cuando yo pensé que el Enzo se volvió loco, porque se levantó, dejó la ginebra y se bajó los pantalones para mostrarme que llevaba calzoncillos largos, y con eso que no era invierno, del frio que pasé me dijo, uso calzoncillos largos en Buenos Aires y en la época que sea y bajó la vista y se quedó un rato mirando el vaso.
Cuando volvió al tren, me dijo que no era el frio ni el hambre lo que más le había dolido sino que en la celda, eso se dio cuenta recién a la mañana siguiente había dos chilenos muy pobres, me parece que trabajaban de albañil o algo así, y los hombres estos, buena gente que se las había arreglado para tener un mate y un termo que de vez en cuando conseguían que le pongan agua y entonces tomábamos mate, pero no sabían quién era Salvador Allende.Y en esa puta celda sin techo, cagado de frio y de hambre, angustiado por no saber quien me había cantado y sabiendo que Angelito no había vuelto del secuestro de noviembre, en esa puta celda, yo pensaba en el pobre de Allende, muerto por defender el derecho de los chilenos a caminar como se les cante por las grandes Alamedas e ignorado totalmente por estos dos pobres buena gente pero que ni sabían de aquella campaña de Salvador y Neruda recorriendo la Patagonia chilena, parando en cada pueblo para que pablo recite un poema y salvador se despierte de golpe, baje del auto sin saber ni el nombre del pueblito y en un segundo encienda una llama de esperanza en el cambio, en las elecciones y en la vía democrática al socialismo porque en Chile se puede lo que no se puede en…. decía Allende mirando a los ojos de los mineros y sus mujeres. Pero no de estos que anda a saber donde estaban que no sabían de Allende.
Y yo pensaba, puta, si ni a Allende lo recuerdan estos dos pobres diablos, quién carajo se acordara de Angelito y de Amaya, no digamos del Roby y de los dieciséis fusilados. Cuatro días pensé eso, hasta que al quinto, cagado de hambre y de frio, medio dormido y medio despierto todo el día, un guardia se acercó a la celda sin techo y me llamó diciéndome que si no contaba a nadie me decía algo y entonces fue que me dio un paquete que estaba dentro de esos sobres marrones que yo usaba para mandarle la prensa al dueño del hotel pero en el sobre no estaba el periódico del partido sino una tableta gigante de chocolate en rama que me había mandado Eduardo, el que tenía la fabrica justo enfrente del boliche mío de telas y tejidos en el centro de Puerto Madrin.
Eduardo que no tenía idea de Angelito ni de Amaya, mucho menos del Roby y me temo que tampoco del compañero Presidente, se había acordado de mí y apelando a sus relaciones y su convincente ingenuidad, me hizo llegar los tres días siguientes que pasé en aquella celda sin techo, todas las mañanas a eso de las 11, cuando el sol aflojaba un poquito el frio, una barra gigante de chocolate en rama que compartía con los chilenos que me daban mate amargo, y así entre mate y mate, les conté que había habido un chileno que quería el cobre y la tierra para todos, que bailaba cuecas y comía curanto, y que colocado en un trance histórico decidió pagar con su vida la lealtad del pueblo. El sexto día, me sacaron de la celda de los chilenos, me quedé sin el mate, pero me pasaron a una que tenía puerta y techo, todo un lujo a esa altura; a la nochecita me llevaron a la guardia, me pintaron los dedos, me dijeron que ya habían averiguado los antecedentes y que un abogado me estaba esperando para llevarme.
Esa noche, en la casa de Eduardo, le conté esta historia a los amigos de entonces, gente que hasta ahí ni sabía quien yo era y que al saberlo decidió seguir jugando ajedrez en el boliche de siempre, lo que no es poco. A la mañana siguiente, locuras de la época, me acerqué a la comisaría con un sobre marrón que tenía una tableta gigante de chocolate para los chilenos, pero me dijeron que ya no estaban. Nunca más los volví a ver.
[1] “Ángel Bell, los comunistas y algunos documentos poco conocidos sobre la masacre de Trelew”, en www.cronicasdelnuevosiglo
José Ernesto Shulman, Los laberintos de la memoriaMabel Maidana, Co-Coordinadora Comisión Nicolás Casullo
de Medios Audiovisuales en Carta Abierta
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