viernes, 21 de septiembre de 2012

NICOLÁS CASULLO, ENTRE VIENA Y BUENOS AIRES


Por: Ricardo Forster

A Nicolás Casullo siempre le agradó, si es que vale este término, el lugar del margen, el sitio de frontera, las geografías del fin del mundo desde las cuales indagar mejor el crepúsculo de la modernidad y del proyecto civilizatorio encarnado por un Occidente extraviado de sus propias tradiciones. Recuerdo la fascinación compartida ante un artículo del historiador estadounidense Richard Morse, “Las ciudades periféricas como arenas culturales”, en el que se pasaba revista a San Petersburgo, a Viena, a Río de Janeiro y a Buenos Aires como esos enclaves urbanos colocados en la periferia que, sin embargo, pudieron, a través de ciertas literaturas, ver mejor y más profundamente lo que el centro metropolitano no alcanzaba a ver de sí mismo y de su decadencia (allí estaban algunas páginas memorables de Dostoievski, de Musil, de Machado de Asís y de Estanislao del Campo para seguir las huellas de ciudades espectrales en las que la modernidad había dejado una marca cuya visibilidad ofrecía contornos que no eran observables en las urbes del centro más dispuestas a vivir su esplendor enceguecedor que a transitar por esos bordes del sentido que sólo suelen habitar los sitios del margen, esos que la literatura alcanza a vislumbrar con mayor profundidad que las indagaciones de las ciencias sociales).

A Casullo siempre le fascinaron esos sitios a deshora, esos rincones urbanos que parecían remitir a un tiempo acontecido, esos bares y cafés que atesoraban la memoria de conversaciones antiguas. Su fascinación por la Viena fin de siglo se relaciona directamente con esa mirada crepuscular y decadente que se desplegó, casi como una segunda naturaleza, por la ciudad mítica de ese extraordinario tiempo de una modernidad que se preparaba para entrar en su propia noche. Viena fue la ciudad de las contradicciones y las opacidades, el sitio del esplendor y de la hipocresía, el del refinamiento mayúsculo de la cultura y el de la miserabilidad obrera; la ciudad de Freud, de Klimt, de Mahler y de Schoenberg, pero también la que vio deambular por sus cafés y calles espléndidas a un joven aspirante a pintor frustrado que dejaría su impronta brutal en el siglo que estaba comenzando. O esa otra ciudad trajinada pobremente por exiliados rusos que, reunidos en sus cafés, soñaban con una revolución que, aunque no lo supieran, estaba a la vuelta de la esquina mientras León Trotsky –“La pluma”– escribía sus artículos incendiarios y las prostitutas satisfacían lo que las elegantes mujeres vienesas, respetables e histéricas que tanto hicieron para inspirar al fundador del psicoanálisis, no podían hacer con sus esposos y pretendientes.

De Viena lo fascinó su decadentismo cultural, esa manera tan extraña de caminar al borde del precipicio como si nada pudiera suceder; pero también le impactó su cosmopolitismo que le permitió mezclar desde el conservadurismo más anacrónico de un emperador que vivía sin luz eléctrica, sin teléfono ni ninguna otra tecnología de una modernidad que lo abrumaba y lo aterrorizaba y a la que no podía entender, pasando por las primeras formulaciones del antisemitismo devenido en política de masas con el famoso alcalde Lüger, hasta llegar al austromarxismo y a las más diversas experimentaciones vanguardistas que no dejaron ningún lenguaje del arte por tocar. Viena fue para el ensayista argentino un viaje por la literatura de von Hofmannsthal y de Musil, de Hermann Broch y de Elías Canetti (todos amparados bajo la sombra desbordante de Karl Kraus, personaje de ese tiempo vienés que tanta influencia tendría sobre ciertas interpretaciones casullianas ligadas a los medios de comunicación y a la industria de la cultura, allí donde un discurso irreverente y subversivo lograría anticipar la catástrofe que se avecinaba y que en la indagación de Kraus asumía la forma de la degradación del idioma). Pensando en la significación que podía tener ese largo viaje hacia una geografía temporal y espacial tan aparentemente alejada de nuestras problemáticas de sociedades tercermundistas en medio de una crisis cuyo final no se avizoraba en el inicio de los años ’90, Casullo se ocupó y se preocupó por señalar los vasos comunicantes y las potencialidades iluminadoras de la que era portadora esa época crepuscular de principios de siglo XX: “Como si aquel tiempo centroeuropeo entre dos siglos –escribió en La remoción de lo moderno. Viena del 900– pudiese emblematizar la crónica de los sub-pueblos de la cultura moderna, aquellos pueblos que desde sus regiones de lejanía, le regresaron a la modernidad un espejo crítico inusual y anticipado […]. Como si la frontera, ese ser ‘al sur de una punta’ como comienza Sarmiento su primer capítulo del Facundo, sería en lo moderno, algo similar a lo que expresa Magris para Viena-Mitteleuropa: ‘ese arte de vivir en el borde de la nada como si todo estuviese en su sitio’”. Nicolás fue a buscar a la ciudad-marca del Imperio no sólo las evidencias de una modernidad en crisis sino que, como si fuese un espejo, indagó, a través de ese viaje, la actualidad argentina que, en su mirada crítica y conocedora de las “ruinas de la historia”, se acercaba fatídicamente a esa escenografía “de los últimos días de la humanidad”.

Nicolás Casullo piensa “Viena” como un laboratorio que anticipó en gran parte el devenir posterior de una modernidad burguesa que era incapaz de eludir su propia crisis, del mismo modo que en ese “estallido del sentido” era posible vislumbrar a un sujeto atravesado por la ilusoriedad y “un preanuncio de corte posmoderno de lejanía y descentramiento”. En el cierre de la década del ’80, y cuando la hiperinflación hacía estallar los últimos entusiasmos democráticos abiertos por el gobierno de Alfonsín, Casullo viajaba en el tiempo para intentar comprender un presente en estado de zozobra, una época que se movía entre el derrumbe de la Unión Soviética que terminaba por demoler las ilusiones de ese otro gran relato de la modernidad que fue el socialismo, y el anuncio del fin de la historia y de la muerte de las ideologías. Tiempo de una posmodernidad triunfante y agresiva que se mezclaba con filosofías de la deconstrucción del sujeto y de la radical puesta en cuestión de los últimos principios actuantes de un proyecto, que si bien Jürgen Habermas declaraba “inconcluso”, parecía estar recorriendo su último camino hacia la disolución mientras, en paralelo, la economía-mundo de un capitalismo dominado por su matriz financiera se desplegaba sin contrincantes y rompiendo los últimos diques de contención que hasta ese momento le planteaban los “socialismos reales” (definitivamente agusanados por sus propias falencias y horrores) y una socialdemocracia que también iniciaría su tiempo de ocaso y de repliegue hasta convertirse, incluso, en funcional a la cristalización del modelo neoliberal. En todo caso, Casullo encontró en Viena el anticipo de “un mundo de ruinas” que se proyectaba, bajo la forma de la anticipación, al cierre de una época iniciada con la ilustración y que estallaría a partir de la Primera Guerra Mundial. Viena fue también el jeroglífico que le permitió desentrañar de qué modo en esa ciudad mítica la revolución no fue otra cosa que una conversación erudita, un juego de innovación estética o la pura evidencia de su imposibilidad en el mismo momento histórico en el que asumía todo su esplender incendiando las estepas rusas y proyectando hacia Occidente el sueño realizado de las insurrecciones obreras. Mientras eso sucedía en San Petersburgo y en Moscú, en Odessa y en Bakú, mientras Lenin, con su Marx releído con los prismas de un Hegel recién descubierto, no sólo teorizaba sino que lideraba la revolución bolchevique, la de los obreros, soldados y campesinos, y John Reed viajero y cronista de la revolución escribía Diez días que conmovieron al mundo, en Viena lo importante podía discutirse cómodamente sentados a la mesa de algún café de la Ringstrasse. Mucho tiempo después, en otra encrucijada de la historia moderna, recurriría a Viena para pensar una Buenos Aires espectral que emergía, alocada y desorbitada, de la noche de la dictadura, de la desilusión democrática y del aquelarre hiperinflacionario.


“¿Hasta dónde estas distancias vienesas y mitteleuropeas, latiendo hacia afuera y hacia adentro de su finisecular y definitiva constitución moderna –se preguntaba Casullo–, no se aproximan a nosotros? ¿O es sólo la fragilidad de una escritura en otra víspera de época, la que puede trazar citas de ciudades lejanas al epicentro moderno parisino, londinense, y descifrar en ciertas crónicas urbano culturales de los costados, de las afueras, de las distancias, una postergada y a lo mejor inútil similitud de duelos en la historia?”. A él le fascinaban las similitudes entre ese caminar por el borde del precipicio que experimentaba en la Buenos aires de la hiperinflación y la que reconocía en la ciudad de los Habsburgos y en esas escrituras capaces de contemplar los bordes del abismo intentando, sin embargo, encontrar palabras que pudieran decir un mundo en estado de zozobra. No fue casual que citara a Emile Cioran en el comienzo de su ensayo sobre la Viena fin de siglo y como una suerte de programa de su propia biografía y búsqueda intelectual: “Ese es el drama –escribe el filósofo rumano– pero también la ventaja de haber nacido en un medio cultural de segundo orden. Esa sed de peregrinar a través de las literaturas y de las filosofías. Lo que sucede en el Este de Europa debe necesariamente suceder en los países de América latina. Estar destinados, forzados a la universalidad, a ejercitar el espíritu en todas direcciones. Un yo del que todo emana y en el que todo acaba. El yo como farsa suprema. ¿Dónde se halla la realidad en todo esto?”. Viena y Buenos Aires como brújulas de una modernidad desorientada, como señales del fin de una época y como mojones de una crisis capaz de iluminar con mayor intensidad el agotamiento de un proyecto civilizatorio.
En el final de los años ’80 y al inicio de la emblemática década del ’90, Casullo no podía, todavía, imaginar el desenlace aunque sí anticipar que la corrosión del neoliberalismo en Sudamérica haría más indispensable seguir por la huella de esos pensamientos del margen; lo que sabía era que para avanzar con las armas de la crítica era decisivo descolonizar la conciencia alejándola de las irradiaciones de un centro que en su potencia hegemónica se devoraba sin miramientos la independencia reflexiva y transformaba a los intelectuales periféricos en meros repetidores de lo que se cocinaba en las academias del norte. Por eso le fascinaba esa encrucijada mitteleuropea en la que algunos espíritus fuertes y arriesgados decidieron ir hasta el fondo de las cosas para descubrir, al mirar del otro lado del umbral, que todo tambaleaba. Al autor de Las cuestiones le interesaba “trabajar los pretéritos para pensar los matices que tendrá el epílogo de un gran período histórico, (este que vivimos)”, por eso el viaje hacia Viena y el intento de jugar en espejo con Buenos Aires, ciudades, ambas, “que en un preciso período engarzaron desconciertos parecidos sin advertir la semejanza”. Peregrinación desde la desolación de un presente que espectralmente lo remite hacia ese pasado en el que la modernidad se enfrentó a su propia obsolescencia. Bordes, ambos, de una época que se despide de su refulgente novedad bajo la forma de los lenguajes de la interrogación y del silencio.
Por eso nunca dejaba de mencionar que Buenos Aires, “su” ciudad, guardaba, gracias a las crisis recurrentes, algo de un pasado que la piqueta modernizadora no había terminado por disolver y que, siguiendo otras pistas y otras historias, le permitían comprender la dialéctica entre esplendor y decadencia. Su fidelidad por el barrio de la infancia y la adolescencia, por ese Almagro de milongas y de tanos verduleros, se entrelazó, qué duda cabe, con esas otras fidelidades a saberes, ideas, lecturas y tradiciones que nunca lo abandonaron aunque en cada momento de su vida pudieron asumir distintas características o, algunas, permanecer a un costado a la espera de su oportunidad.
Buenos Aires siempre fue para él la ciudad de las mezclas y de los intercambios, el sitio de las confluencias y de las tradiciones múltiples; lugar mítico en el que el centro se vuelve periferia y la periferia se vuelve centro enlazando lenguas que viniendo de los distintos confines terminan por ir dándole su fisonomía a la lengua de los argentinos. Una ciudad de aperturas pero también de estrecheces y prejuicios que siempre parecía avergonzada por extraviar su origen europeo en medio del avance irreversible de la barbarie. Para Nicolás la ciudad de los márgenes remitía a la oportunidad de ver lo que el centro hegemónico no alcanza a ver de sí mismo, como si todavía persistiesen esos anacronismos que, de algún modo, interrumpen la fatalidad de la modernización y que alcanzan para auscultar el rostro de la herrumbre en medio de los esplendores de las ciudades del capitalismo triunfante. De ahí la atracción de ese artículo de Richard Morse y la empatía con la que leyó las reflexiones que hiciera Emile Cioran al morir Jorge Luis Borges: para el filósofo rumano la coincidencia que se daba entre el escritor argentino y él era, precisamente, que los dos venían de extramuros, de rincones apartados del centro del mundo y que, justamente por eso, estaban obligados al cosmopolitismo, a la indagación que transgrede las fronteras y el provincianismo que Cioran les achacaba a los parisinos que, eso escribió, son incapaces de ver más allá de sus narices. Nicolás jugaba con esta imagen de una Buenos Aires babélica aunque también, y sobre todo al enfrentarse a la degradación cultural y social de las últimas décadas del siglo XX, no podía dejar de señalar su profundo deterioro, su extravío hacia el páramo de la pasteurización de época que le iba rapiñando sus enigmas y sus especificidades de ciudad moderna que supo cobijar en su seno historias míticas enhebradas con multitudes desafiantes del poder establecido y empecinadas en dejar su marca en la vida argentina. Pero también la ciudad del dolor y la violencia, la de los grandes sueños transformados en pesadillas por un poder criminal que alteró para siempre su fisonomía de ciudad burguesa para ofrecer, en muchos de sus rincones, la huella de lo siniestro. A lo largo de su vida insistió en caminar y vivir Buenos Aires como si, de algún modo, siguiera siendo la de sus grandes escritores y la de esos acontecimientos vueltos míticos que le otorgaban una rara atmósfera de anacronismo en medio de una época absolutamente homogeneizadora de experiencias, estilos, lenguajes y tradiciones.
Pero también hay otra lectura en la que se juzga muy duramente la ciudad del olvido, la que va dejando brutalmente atrás la memoria de un pasado que se quiere tabicar bajo los signos de la especulación inmobiliaria o las elegías de un progreso que siempre tenía el rostro girado hacia el futuro y como negadora de sus noches de sangre y fuego que van desde los pogroms de la Semana Trágica hasta las cacerías nocturnas de los años de la dictadura de Videla. “La propia ciudad de Buenos Aires –escribe en Pensar entre épocas– es la monografía insuperable de cómo jamás supimos vivir sintiendo que habría cosas que guardar, no demoler, pero sin referirlo. Hay algo que no debe ser violentado aunque no tenga decreto protector, ese algo a reencontrar se da en el supuesto silencio arquitectónico de una calle que no está ahí para la memoria, y sin embargo es eso: el imprescindible ser hacia atrás para poder mínimamente concebirnos. Seguimos siendo la tierra urbana arrasada y sin historia de la especulación inmobiliaria del 900, que mudó de barrio, de nombres de calles y de amores y aniquiló todo resto colonial. Nuestra historia de ojos siempre empieza en el último diseño de pizzería o en ocho restaurantes caros que fundan ‘un barrio’. Se dice y se repite que la dictadura del 1976 cortó una historia intensa con nuestro pasado, mal o bien entrelazada. Nosotros, los de mi generación, seríamos aquella juventud que pudo asistir o intervenir en la última disputa por la historia: creer que en la memoria falaz o cierta de las cosas ocurridas hacía mucho anidaba el secreto como resolución nacional postergada”. En todo caso, Nicolás Casullo no dejó de perseguir, tanto en sus recuerdos como a través de su escritura, las huellas, las marcas y los restos de una ciudad en la ciudad, de una Buenos Aires espectral que guardaba, pese a todo, la memoria que, eso no dejaba de señalarlo enfáticamente, es siempre de un pasado construido bajo los prismas y las urgencias del presente.
Fuente: diario Tiempo Argentino

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