Uno de los argumentos para sostener la afirmación del clima destituyente creado por el lockout patronal es justamente la amenaza del hambre hacia toda la sociedad que generó el desabastecimiento. A partir de ese mecanismo el sector agropecuario demostró su poder: pueden crear, imponer una crisis que de otro modo no hubiera tenido lugar en función de la situación económica que vive el país. Demostraron que pueden dejar sin alimentos a la población, aumentar los precios, dejar sin trabajo a miles de personas, influir sobre la clase media, desabastecer de combustible, bajar las ventas de los comercios, perjudicar el turismo. Además de amenazar con posibles corralitos e incentivar la compra histérica de dólares. Es decir, la economía puede estar en sus manos, pueden transformar el panorama político económico de un país más allá de la estructura económica que haya armado el gobierno y encima se pueden dar el lujo de sostener un paro por tres meses. Demostraron que son un factor de poder que puede actuar en el sentido foucaltiano, tautológico del término, como un sector, casi equivalente al poder estatal mismo.
Esta comprobación fáctica tan contundente despeja las afirmaciones del gobierno y de ciertos intelectuales, del halo persecutorio con el que han sido subestimadas. No se trata sólo de discursos que pueden ser interpretados de una u otra manera sino de actos.
Desde los medios se habla permanentemente de una crisis. Estamos pasando por una crisis, propagandizan y estaría bueno discutir si esa crisis es real o creada, representada como tal porque el sector que la generó, lejos de verse perjudicado, goza de una alta rentabilidad en su tarea. El conflicto tiene lugar en el momento en que pierde la totalidad de sus beneficios. Con esta decisión el gobierno perturbaría una tradición que sentencia que a ciertos sectores privilegios jamás se los toca. El modelo de país que ellos disputan es el que reconoce a las corporaciones, los grupos económicos, como el verdadero poder, mientras que el gobierno de turno es sólo su ejecutor institucional. Esta separación de proyectos, esta decisión de estado de desprenderse, al menos en este caso puntual, de su camino y ubicarse en la vereda de enfrente, es la que abre el conflicto. ¿Qué lugar les tocará a ellos en este nuevo panorama político? Es el dilema.
La democracia sería, entonces, un sistema que se separaría de esas corporaciones (aunque más no sea tímidamente) y buscaría su sustentabilidad política en otro lado. No necesariamente en ellos. ¿Entonces a dónde buscará anclar la Sociedad Rural su pata política?
Esa vuelta a lo político que se celebra a partir del gobierno de Néstor Kirchner tiene que ver, en gran medida, con la recuperación del espacio público como escenario para debatir las cuestiones de estado. Ya no exclusivamente las puertas cerradas que hacen del estado una mera formalidad, sino la palabra presidencial como un ritual cotidiano, el palco en la Plaza de Mayo y la necesidad de legitimar la acción con el pueblo espontáneo o no haciendo número (no se le puede pedir más al populismo) pero con una preocupación por reconocer que el control de la calle merece la atención del gobierno de turno.
El conflicto, esa instancia que es vista como señal de debilidad y de caos, que es relatada como una figura insoportable para la retórica mediática, no es más que una señal de la valoración de la política. Cuando desde el gobierno se toma una medida que confronta con los intereses de un sector, existirá conflicto. Él es el que abre la posibilidad del debate sobre proyectos o modelos. Evitar el conflicto implicaría negar, no hacer visibles los caminos que hacen posible el consenso. Antes de un acuerdo hubo batallas y confrontaciones. Pero esta sociedad que se refugia en el discurso mediático, parece preferir la aparente calma de los consensos.
Cuando el conflicto tiene lugar comienza el pensamiento, porque gracias al conflicto lo que era tomado por normal se altera, muestra su amalgama, su devenir histórico y debe ser puesto en cuestión, desnaturalizado, visto con ojos extraños. El conflicto nos lleva a plantearnos si eso que habíamos naturalizado debe ser así. Un político que decide cambiar y apostar a que las cosas puedan darse de otro modo, aún a riesgo de que la población se fastidie y lo tilde de confrontadito, está obligando a la sociedad a volver la mirada sobre los hechos.
Las relaciones de fuerza de esa particular etapa política, dejan de estar entre bastidores para ocupar el centro de la escena. Ahora todos pueden conocer la trama que digita sus vidas.
Quienes posibilitan esta visibilidad, tal vez, pretendan que las condiciones objetivas cambien y que lo que en un principio despertó desconfianzas y rechazos, después se integre al terreno de la normalidad. Sin este componente no existiría la historia.
A esta apuesta la política mediática responde con una caída de la imagen presidencial como una suerte de extorsión. Hay que gobernar para las encuestas, hay que hacer “lo que la gente quiere”. Claro que quienes sostienen este discurso sienten un fuerte desprecio hacia toda forma de demagogia.
Ese discurso político que exhibe Cristina Fernández molesta en su efectividad. No es fácil digerir una retórica brillante, más allá de que se esté o no de acuerdo con su contenido. El problema es que para la tradición política argentina de los últimos años esto es una sorpresa que no debería jamás venir de ese sitio.
Alguien como Martín Caparrós tiene que pedirle que se caye porque él jamás podría aceptar que alguien como Cristina Fernández le de sustento político a su discurso, situando en la historia los avatares coyunturales. En el lado opuesto, ciertos perezosos ciudadanos de a pie, prefieren no creerle cuando habla de la redistribución del ingreso porque “los políticos siempre mienten” y después de todo, queda inteligente ser escéptico. Claro que no importará que, tal vez, por primera vez en tantísimos años una presidenta cumpla con lo que prometió en campaña. Hay un dato tal vez más importante y menos subjetivo. Cuando un político decide recupera ciertas imágenes del pasado como los bombardeos del 16 de junio y la gesta de los setenta y articularlas con un discurso de derechos humanos, cuando dentro de un conflicto coyuntural se habla de la redistribución del ingreso, la palabra adquiere un valor que si no se potencia en un acto puede convertirse en un boomerang para quien la pronuncie. Instalar valores que pueden sonar a pura retórica política para algunos, en un contexto que le da un sustento de realidad, sella un compromiso del que el político no podrá escaparse fácilmente porque será desde allí, de ese espacio de correspondencia entre las palabras y los hechos, del que surja el sustento de su propio poder.
La construcción mediática de lo real ha sido tomada por la mayoría de la sociedad como La Verdad. ¿Cómo fue posible esto? La estructura que sostiene el discurso mediático elimina el pensamiento. A todo lo que ocurre los medios le dan un nombre que fija la interpretación que se le da a ese hecho. Todo se focaliza en mostrar los componentes que afianzan esa afirmación, minimizando, desacreditando o ridiculizando aquello datos que podrían cuestionarla.
Alain Badiou definió El Mal como el imperativo de nombrarlo todo. Frente al vacío, soporte del acontecimiento que no tolera nominaciones permanentes sino transitorias, El Mal sería el mecanismo que, al asimilar lo nuevo al terreno de lo ya conocido, corta ese fluir del pensamiento que permite hacer apuestas sobre lo que todavía no tiene nombre. El periodismo se apresura por señalar que los verdaderos ciudadanos libres son los que hacen tronar las cacerolas. Esos sujetos no responden a ningún devenir histórico que no sea el de su propio cansancio frente al conflicto, no tendrán intereses políticos, ni serán violentos.
Al ciudadano despolitizado tal vez le resulte más cómodo tomar ese discurso que adentrarse en los devaneos argumentativos, racionales, históricos de una presidenta que parece estar llena de datos, conocimientos sobre la historia política argentina y posicionamientos discutibles (como todos) pero firmes. Es un tanto incómodo ser así. Hay que tener voluntad, energía. Más fácil es asimilar el discurso del vecino y no ser el descolocado en las reuniones. Mejor tomar los argumentos que los medios nos sirven en bandeja.
Pero por otro lado los medios se ubican en un lugar de autoridad donde todo cuestionamiento hacia ellos es un atentado contra la libertad de prenda. Su autoritarismo se “perdona “bajo la idea de que discutirle a ellos es igual a censurarlos.
¿Qué ocurre con una sociedad que desconfía del discurso político pero no del mediático que puede tener los mismos niveles de ficcionalidad? Tal vez los medios están recogiendo los frutos del rol que se asignaron en los años noventa de reemplazantes de la justicia en pleno reinado de la impunidad. Cuando ya no se podía creer en nada se le hacía un altar a la cámara oculta.
Los cambios políticos a los que pueden estar sometidos los medios no desdibujan la discusión en torno a un discurso que no guarda el menor disimulo. No es el huevo o la gallina. Porque sus enunciados son altamente sesgados y uniformes porque son mínimas las expresiones equilibradas, porque se obvian datos demasiado llamativos, de allí se desprende la conclusión de una campaña mediática.
Llamativamente es en el discurso presidencial donde aparece el mayor componente crítico y expresiones como las de Caparrós o caricaturas como las de Hermenegildo Sabat parecieran decirle a Cristina Fernández: “Flaca, no avives giles”.
Tal vez el lugar dejado por los intelectuales, esa imposibilidad de articular el discurso intelectual con la práctica política que tuvo algunos intentos en los acercamientos entre Emilio de Ípola y Raúl Alfonsín o entre Beatriz Sarlo y el Frente Grande, fue ocupado por el periodismo. Lamentablemente hoy los intelectuales no funcionan como referentes para la sociedad, sino que ésta elige a periodistas no intelectuales, con la excepción de Mariano Grondona, que viste el atuendo del intelectual de derecha a quien en los últimos años lo propagandístico de su discurso, sumado al gorilismo, lo ha hecho descender a simplificaciones dignas de su amigo Bernardo.
Parte del cripticismo que se le reprocha al gobierno de Cristina Fernández es el de no abrirse a figuras intelectuales que podrán facilitar la comunicación con la sociedad y la propaganda de los contenidos y prácticas del gobierno. Sería un error que la presidenta permaneciera encerrada en su grupo de leales (comprensible por las desconfianzas que se ciernen en torno al poder) y no entendiera que en su combate debe integrarse de un modo más orgánico con otros sectores como Las Madres, las Abuelas, los movimientos barriales, culturales e intelectuales que puedan llegar de otro modo al resto de la sociedad. En ese discurso mediático hay una imposición de valores parciales al conjunto de la sociedad. Se esconden las estrategias que sostienen determinados discursos en nombre de un universal que está fuera de toda discusión.
Se observa, entonces, un desfasaje muy interesante. El discurso presidencial y el mediático están en dos planos completamente distintos que impiden un diálogo entre sí.
Mientras que Cristina Fernández le exige a sus interlocutores una acumulación de datos, de saberes políticos e históricos, de articulación ideológica y cierta dramaticidad política para llevarlos a escena, los medios, Alfredo De Angeli y buena parte de la sociedad, prefieren la simpleza, no entienden lo que ella dice y de alguna manera les irrita el desafío que ella les propone. La inteligencia molesta. Decir que la presidenta es inteligente no quiere decir que uno esté de acuerdo con ella ni que le chupe las medias, quiere decir, simplemente, que está por encima del discurso que hoy circula masivamente, al que pueden acceder la mayor parte de los argentinos que no tienen ganas de tomarse el trabajo de leer a Badiou o Agamben, o de pensar con su propia cabeza aunque no le interese ningún filósofo. No será mucho pero es algo.
El problema es que ese discurso no es tomado como propio por la mayoría de la población y tal vez esto no ocurrirá hasta que no se sumen otras voces.
Esa concepción que sostiene que existe un pueblo y un anti pueblo, a la que se refiere Vicente Palermo, está expresada en los medios para quienes los ciudadanos están de un solo lado y, por supuesto, Elisa Carrió que expone una mirada totalizadora del pueblo como un a priori que ella jamás se ha dignado a conocer, al que describe bajo el estereotipo de la miseria y el clientelismo político. Por estos días va quedando demostrado que el pueblo es una variedad múltiple, compleja, contradictoria que no tiene un espacio ni una adhesión exclusiva o fija pero que muchos sectores han intentado disputarse. Algo muy saludable teniendo en cuenta que la política de los noventa hizo del pueblo una figura prescindible. A partir del 19 y 20 de diciembre del 2001, el pueblo vuelve a ser necesario para legitimar los mecanismos de poder y las elucubraciones para entender sus modos de actuar y de pensar, vuelven a ser necesarias.
Alejandra Varela, periodista.
Integrante de la Comisión de Medios Audiovisuales en Carta Abierta
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